(2003)
Rafael Rey Rey
Zaraí es la clave del destino de Toledo. El año y medio que lleva de presidente, ha callado y quizá mentido alrededor de un tema sensiblemente humano. El pueblo es hipersensible ante un drama de una niña, a quien su padre no quiere reconocer como suya, pese al testimonio de la madre y las pruebas de sangre con 99% de seguridad.
El último acto de este drama, la visita a su casa particular del magistrado José Silva Vallejo, presidente de la Sala Civil Transitoria de la Corte Suprema, constituye un escándalo mayúsculo, porque lesiona a la ética, a la ley, a la política, y al sentimiento nacional. Es un hecho de corrupción que trasciende la infracción del magistrado, cuya suerte está echada, porque ha terminado con su carrera judicial de la manera más penosa posible, en un acto de servilismo.
Los políticos que apoyan al régimen de Perú Posible –todo es posible para ellos- se han apresurado a recordar que la infracción legal la ha cometido el magistrado Silva. Es cierto. Pero los constitucionalistas independientes han añadido que, de todos modos, ha existido tráfico de influencias por parte del presidente Toledo, que si bien no es sancionable ahora, ni hay causal de deposición por tal motivo, constituye un error político y, eventualmente, materia de análisis legal una vez concluida su gestión.
Zaraí ha opinado: “Creo que mi padre sobornó al vocal”. Se refiere al cobro de los devengados, que si bien son consecuencia de un legítimo derecho, lo ha conseguido en tiempo record; y se refiere también al hecho de que haya conseguido, se presume que por su influencia, que su hija ingrese a trabajar en Petroperú, precisamente la empresa estatal que usó para remodelar Palacio de Gobierno.
El devenir del tiempo complica el caso. Ya dije en un artículo anterior que Zaraí es algo más que una piedra en el zapato de su padre, el presidente Toledo. Es la medida de su honorabilidad, de su hombría de bien. ¿Cómo es posible que no la quiera, que no la cuide, que no le de una ayuda económica, que ni siquiera la reconozca como suya? Esas son las preguntas que el pueblo se hace. Al no encontrar respuesta positiva, entonces el pueblo quita la confianza al político. No me parece bien, piensan. No se porta bien, concluyen. Si asi hace con su hija, ¿qué hará con nosotros?, se preguntan.
Con el paso del tiempo el asunto sólo se agrava. Para todos. Para Toledo, para el Gobierno y para el país. Toledo no lo entiende. Cuando Alberto Fujimori se separó de su esposa, Susana Higuchi, y pasó de la salida de ella de Palacio de Gobierno al inicio formal de un proceso de divorcio, tomó el toro por las astas y se dirigió al país, para pedir disculpas por la circunstancia de que la pareja presidencial ocupara la atención de la ciudadanía en un asunto privado. Entendió que toda su vida era pública, y que, por tanto, debía dar una explicación al país. Y así lo hizo. No guardó un silencio culpable.
¿Qué clase de democracia es aquella que un asunto que inquieta a todos, que entienden como un acto moralmente tachable, no puede ser resuelto por la terquedad de un hombre que, investido legalmente de la jefatura del Estado, es incapaz de afrontar un asunto íntimo con ética y dignidad? Es impensable hasta dónde puede llevar el mal manejo de un tema que no debió demorar más de diez minutos para resolverse, al interior del trato entre padre e hija, y al exterior de la opinión pública nacional.